Nicolette había crecido en una familia creyente en la Fe y su sentir emotivo humano
era fraternal y solidario perteneciendo a los grupos de apoyo.
De vez en cuando se paseaba
por sectores o barrios donde se sentaba en algún banco que siempre aparecía
alguien que quería conversar o era ella la
que pedía permiso para sentarse al lado de alguna persona que se
pretendía ser solitaria.
Pero esta vez, como otras,
se fue caminado con sus discretas gafas de sol, pantalón vaquero y camisa cuadriculada
por aquellas calles típicamente antiguas y estrechas ya que balcones o
paredes casi se daban la manoto unas con
otras.
Dícese que en los tiempos
árabes se construían tan estrechas las calles para no dar tanto el sol y
considerarse más fresquito el ambiente veraniego que siempre sigue zumbando de
lleno.
Ya son casas deshabitadas o
alquiladas a bajo precio carentes de comodidades con los servicios mínimos de
supervivencia.
Nicolette observaba miradas distraídas de seres trashumantes que pernoctaban en esos barrios que más que vivir en la vivienda lo hacen en las calles tanto gente joven, de edad media y sobre todo niños, muchos niños.
Carentes de haberes y
mínima asepsia, hacinados, agrupados en las calles como cuarto de estar
preferente, sin dogma en sus entendederas salvo vivir el día a día pasando sus
caladas de unas a otras bocas y aún en sus imperativas e improcedentes formas, se alegran
los bebés colocados en carritos al
desuso entre mugrientas ropas que ve a saber dónde irán a parar sus vidas con
el laberinto no virtuoso de los adultos.
Los niños de más edad ríen
al alboroto de sus correrías y aprenden haciendo cigarrillos de cualquier
hierba para trapichearlos los adultos
entre su ciega e irresponsable voluntad humana.
La intimidad se presta
voluntaria sin decoro ni vergüenza ausentes de las miradas que pasan y no
digamos lo que será en los lúgubres habitáculos donde en algún momento se
recogen al sentir normal de revueltas físicas entre pequeños y mayores
funcionando al trasluz los sinsabores de su existencia.
Carentes del buen camino de
esa dignidad humana, sin futuro para su atisbo generoso en acicalar inquietudes
de lucidez en cultivar algún entendimiento salvo el aprendizaje de la calle que
son las vivencias de la marginación
social.
Que impotencia para mí,
Señor estos seres sin luces de voluntades, distantes del valorar la elegancia
en tantas cosas bellas de la vida y se hunden en la negrura de las bajezas de
ser humano, más que a algunos se les
presta ayuda y no atienden a razones de disciplina, de ningún orden de
urbanidad desdeñando los afectos que en la razón de su ser nunca tuvieron, y
que hoy al desconocerlos, no los admiten ni capacidad tienen en poder valorar y
quererse.
--Así anduvo pensando
Nicolette mientras seguía caminando hasta llegar a una placita y sentarse--.
Tomando notas, su mente se
inquietaba en esa impotencia de la promiscuidad existente entre el silencio de
aquellas almas inducidas por sus mentes degradando sus espíritus.
Al banco donde ella se
sentó, se acercó un hombre de cierta edad, ajado de vestimenta, desasido de su
cuerda capacidad llevaba una mochila mugrienta cargada en su espalda y una
botella de cristal de vino tinto, que por el hedor, andaba él más mugriento y
desasido que aquella botella compañera
de dolencias.
¿Hola, va de paso? –dijo
Nicolette--, si, de paso por la vida, no voy borracho pero sí cargado de este
asqueroso vino que no me permite quererme porque ¿sabe usted respetable dama?
–inquirió el hombre con voz
educada, ronca y apesadumbrada--, tengo
cincuenta años me abandonó mi familia, perdí el empleo, mi casa y lo único que
se me ocurrió hacer amistad con el alcohol aumentando el dolor de mi familia,
mi mujer y mis dos hijos.
Permítame, --dijo
Nicolette--, ¿ha comido usted? No, con el trago tengo bastante, bueno prosiguió
ella, voy a aquel bar y le traigo un bocadillo ¿le parece bien o mejor viene
conmigo?
Fueron los dos, no permitió
Nicolette que acabara el poco alcohol que quedaba en la botella. Fue al lavabo
se aseó, descansó en un silla del bar, bebió bastante agua, tomó un caldo
caliente, un bocadillo y una fruta del tiempo.
El hombre era otro.
Discúlpeme, señora o quizá señorita del honor de la bondad, hoy para mí es
usted el ángel de la guarda. Yo era gerente de un hotel, en mi tiempo hice
estudios de comercio y me sirvieron de mucho para aquel trabajo.
Tenía buen sueldo más
llevaba alguna contabilidad de pequeñas empresas. A mi esposa y a mis hijos no
les faltó de nada, vivieron holgadamente. Al quedarme en paro y acabarse la
prestación, mi familia me abandonó, mi esposa se quedó con el piso, metió un
amante en la casa.
Mis hijos trabajando en el
extranjero y mi hermana, que vive en esta ciudad, se cambió de vivienda y ya no
he sabido de ella, más yéndome yo a la aventura de Dios metiendo la porquería
del tinto en mi cuerpo.
¿Lleva mucho tiempo
viviendo en estas condiciones? –preguntó Nicolette--, dos años entre centros y
centros y pidiendo, ya no puedo más, mi vida está acabada.
Nicolette lo acompañó a la
casa de acogida de transeúntes. Allí quedó para dos o tres días, no más. Se
duchó, le dieron ropa limpia y Nicolette buscó la forma y manera de encontrar a
su herma. No fue fácil pero hubo que dar gracias de poder encontrarla, los
Servicios Sociales ayudaron y juntos, hicieron buen trabajo.
Su hermana Isabela bien se
interesó en buscarlo en la ciudad donde vivía, en su casa habían cambiado el
teléfono y aunque ella fue al domicilio nadie le abrió la puerta y como
transeúnte desconocido no pudo encontrarlo, estaba tan desfigurado que los
datos que ella daba no coincidían con su estado.
Isabela se lo llevó a su
casa, costó un tiempo recuperarlo tanto físico, mental como en su psicológico
estado.
Poco a poco se fue
recuperando, Isabela era viuda y la alegría que tuvieron fue fantástica. Le
concedieron una baja pensión consiguiendo la felicidad, dentro de lo que cabe
los dos hermanos, en su propio y puro Amor fraternal.
Mª Pilar
Novales Fandos
Muy bueno, amiga. Dice mucho, y lo dice bien. Te felicito.
ResponderEliminarAbrazos