lunes, 27 de octubre de 2014

RELATO DE NICOLETTE DE LA PROPIA REALIDAD

Nicolette había crecido  en una   familia  creyente en la Fe y su sentir emotivo humano era fraternal y solidario perteneciendo a los grupos de apoyo.

De vez en cuando se paseaba por sectores o barrios donde se sentaba en algún banco que siempre aparecía alguien que quería conversar o era ella la  que pedía permiso para sentarse al lado de alguna persona que se pretendía ser solitaria.

Pero esta vez, como otras, se fue caminado con sus discretas gafas de sol, pantalón vaquero y camisa cuadriculada por aquellas calles típicamente antiguas y estrechas ya que balcones o paredes  casi se daban la manoto unas con otras.

Dícese que en los tiempos árabes se construían tan estrechas las calles para no dar tanto el sol y considerarse más fresquito el ambiente veraniego que siempre sigue zumbando de lleno.

Ya son casas deshabitadas o alquiladas a bajo precio carentes de comodidades con los servicios mínimos de supervivencia.

Nicolette observaba miradas distraídas de seres trashumantes que pernoctaban en esos barrios que más que vivir en la vivienda lo hacen en las calles tanto gente joven, de edad media y sobre todo niños, muchos niños.

Carentes de haberes y mínima asepsia, hacinados, agrupados en las calles como cuarto de estar preferente, sin dogma en sus entendederas salvo vivir el día a día pasando sus caladas de unas a otras bocas y aún en sus  imperativas e improcedentes formas, se alegran los bebés  colocados en carritos al desuso entre mugrientas ropas que ve a saber dónde irán a parar sus vidas con el laberinto no virtuoso de los adultos.

Los niños de más edad ríen al alboroto de sus correrías y aprenden haciendo cigarrillos de cualquier hierba para trapichearlos  los adultos entre su ciega  e irresponsable voluntad  humana.

La intimidad se presta voluntaria sin decoro ni vergüenza ausentes de las miradas que pasan y no digamos lo que será en los lúgubres habitáculos donde en algún momento se recogen al sentir normal de revueltas físicas entre pequeños y mayores funcionando al trasluz los sinsabores de su existencia.

Carentes del buen camino de esa dignidad humana, sin futuro para su atisbo generoso en acicalar inquietudes de lucidez en cultivar algún entendimiento salvo el aprendizaje de la calle que son  las vivencias de la marginación social.

Que impotencia para mí, Señor estos seres sin luces de voluntades, distantes del valorar la elegancia en tantas cosas bellas de la vida y se hunden en la negrura de las bajezas de ser  humano, más que a algunos se les presta ayuda y no atienden a razones de disciplina, de ningún orden de urbanidad desdeñando los afectos que en la razón de su ser nunca tuvieron, y que hoy al desconocerlos, no los admiten ni capacidad tienen en poder valorar y quererse.

--Así anduvo pensando Nicolette mientras seguía caminando hasta llegar a una placita y sentarse--.

Tomando notas, su mente se inquietaba en esa impotencia de la promiscuidad existente entre el silencio de aquellas almas inducidas por sus mentes degradando sus espíritus.

Al banco donde ella se sentó, se acercó un hombre de cierta edad, ajado de vestimenta, desasido de su cuerda capacidad llevaba una mochila mugrienta cargada en su espalda y una botella de cristal de vino tinto, que por el hedor, andaba él más mugriento y desasido que aquella botella compañera  de dolencias.

¿Hola, va de paso? –dijo Nicolette--, si, de paso por la vida, no voy borracho pero sí cargado de este asqueroso vino que no me permite quererme porque ¿sabe usted respetable dama?

–inquirió el hombre con voz educada, ronca y apesadumbrada--,  tengo cincuenta años me abandonó mi familia, perdí el empleo, mi casa y lo único que se me ocurrió hacer amistad con el alcohol aumentando el dolor de mi familia, mi mujer y mis dos hijos.

Permítame, --dijo Nicolette--, ¿ha comido usted? No, con el trago tengo bastante, bueno prosiguió ella, voy a aquel bar y le traigo un bocadillo ¿le parece bien o mejor viene conmigo?

Fueron los dos, no permitió Nicolette que acabara el poco alcohol que quedaba en la botella. Fue al lavabo se aseó, descansó en un silla del bar, bebió bastante agua, tomó un caldo caliente, un bocadillo y una fruta del tiempo.

El hombre era otro. Discúlpeme, señora o quizá señorita del honor de la bondad, hoy para mí es usted el ángel de la guarda. Yo era gerente de un hotel, en mi tiempo hice estudios de comercio y me sirvieron de mucho para aquel trabajo.

Tenía buen sueldo más llevaba alguna contabilidad de pequeñas empresas. A mi esposa y a mis hijos no les faltó de nada, vivieron holgadamente. Al quedarme en paro y acabarse la prestación, mi familia me abandonó, mi esposa se quedó con el piso, metió un amante en la  casa.

Mis hijos trabajando en el extranjero y mi hermana, que vive en esta ciudad, se cambió de vivienda y ya no he sabido de ella, más yéndome yo a la aventura de Dios metiendo la porquería del tinto en mi cuerpo.

¿Lleva mucho tiempo viviendo en estas condiciones? –preguntó Nicolette--, dos años entre centros y centros y pidiendo, ya no puedo más, mi vida está acabada.

Nicolette lo acompañó a la casa de acogida de transeúntes. Allí quedó para dos o tres días, no más. Se duchó, le dieron ropa limpia y Nicolette buscó la forma y manera de encontrar a su herma. No fue fácil pero hubo que dar gracias de poder encontrarla, los Servicios Sociales ayudaron y juntos, hicieron buen trabajo.

Su hermana Isabela bien se interesó en buscarlo en la ciudad donde vivía, en su casa habían cambiado el teléfono y aunque ella fue al domicilio nadie le abrió la puerta y como transeúnte desconocido no pudo encontrarlo, estaba tan desfigurado que los datos que ella daba no coincidían con su estado.

Isabela se lo llevó a su casa, costó un tiempo recuperarlo tanto físico, mental como en su psicológico estado.

Poco a poco se fue recuperando, Isabela era viuda y la alegría que tuvieron fue fantástica. Le concedieron una baja pensión consiguiendo la felicidad, dentro de lo que cabe los dos hermanos, en su propio y puro Amor fraternal.


                                                                          Mª Pilar Novales Fandos

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